La antorcha olímpica de la Comunicación


Revista de Comunicación, junio de 2012.-
  A Olimpia le corresponde el mérito de haber sentado las bases en el siglo VIII A. C. de lo que hoy son los Juegos Olímpicos. En esa ciudad griega se celebraron las primeras competiciones, una gran fiesta capaz de detener –al menos durante los cinco días que duraban entonces- las cruentas batallas entre las ciudades estado del mundo helénico, gracias a una tregua sagrada que jamás se violó.

Los Juegos Olímpicos Modernos, instaurados en el año 1896, son –cabe no perderlo de vista- uno de los grandes acontecimientos globales que involucran a múltiples actores a escala mundial e implican para el país anfitrión millonarias inversiones en infraestructura y en otros medios materiales. Pero también ese mega evento deportivo y mediático exige una fuerte inversión en inteligencia aplicada a la gestión de intangibles, en la búsqueda del mayor retorno para el país organizador, no sólo en términos económicos, sino, además, en imagen y proyección internacional.

Gestionar la comunicación, a través de la estructuración de un plan que, más allá de los aspectos puramente deportivos, considere objetivos (generales y específicos), públicos de interés (prioritarios y secundarios), mensajes y acciones (adaptadas a la gran heterogeneidad de las audiencias), no es sólo una oportunidad, sino, sobre todo, una necesidad en un mundo donde las tecnologías de la información y los mensajes visuales son una poderosa herramienta para modificar/generar opiniones e influir de forma decisiva en las percepciones.

Para comprender la gran complejidad que, desde la perspectiva de la comunicación, suponen unos Juegos Olímpicos, podemos recurrir a la vieja metáfora de la sociología de la comunicación de masas de los dos escalones de comunicación: el mensaje se inicia en la sede olímpica (país/ciudad organizadora), y desde ella se transmite al mundo a través de los medios de comunicación, que son los que producen (interpretan) el mensaje final, de acuerdo con sus propias pautas culturales y de ‘semantización’. Se trata, pues, de una gran tarea de síntesis semántica de valores, de definición de la propia cultura e identidad para el posterior tratamiento en los medios internacionales.

¿Cómo nos perciben otros?, ¿qué elementos negativos deseamos eliminar de nuestra imagen-país, o ciudad?, ¿cómo queremos ser vistos?, ¿qué hay que evitar?, ¿con qué atributos nos gustaría que se nos reconociera? o ¿cómo nos debemos presentar?, son algunas de las cuestiones previas que se deben abordar en el contexto de un Plan de Comunicación que, como cualquier otro, descansa en tres fases sucesivas: 1) Diagnóstico, 2) Planificación, y 3) Ejecución.

Los Juegos Olímpicos del año 1992, celebrados en Barcelona, buscaron acabar con la imagen de una España atrasada, de siesta y fiestas, de improvisación, toros e intolerancia, mostrando, en su lugar, la imagen de un país democrático, moderno, organizado, trabajador, creativo y capaz de afrontar con eficacia un reto de gran envergadura.

Ese proceso de cambio de imagen, apoyado en el gigantesco escenario mundial que representa la organización de unos Juegos Olímpicos, no debe ser entendido como una mera estrategia publicitaria y de marketing, sino como el resultado de un amplio consenso cultural y político, que implique a los organizadores y a los profesionales de la comunicación, pero también a la sociedad civil en su conjunto. Y eso es lo primero a lo que hay que apuntar y saber transmitir.

Todas las acciones de comunicación responden, pues, a una misma necesidad de respuesta: la de una cultura que se sabe y se siente observada por un público internacional, de grandes dimensiones, a través de unos medios de comunicación que cubrirán un acontecimiento deportivo incomparable, que traspasa todas las fronteras.

La elección del logotipo y de la mascota, son elementos transversales de suma importancia en una estrategia de comunicación, en la que la ceremonia de inauguración y la de clausura –con audiencias que se cuentan en miles de millones de personas de todo el mundo- constituyen las dos grandes plataformas para la promoción de la sede y para la proyección de ese conjunto de valores culturales y humanísticos con los que el país organizador quiere ser reconocido por esas audiencias.

Esta promoción y selección de valores, que se realiza a través de una compleja producción comunicativa –signos, rituales, imágenes, escenificaciones, publicidad, información-, constituye en la actualidad la principal responsabilidad cultural –y también política- de la organización de unos Juegos Olímpicos.

Para que los mensajes contenidos en las ceremonias de apertura y cierre no sean ignorados, trivializados o tergiversados por la gran diversidad cultural de periodistas que retransmiten o cubren esos actos, el Plan de Comunicación debe considerar un guión perfectamente estructurado que, con tiempo suficiente, facilite a la multiplicidad de medios presentes una comprensión e interpretación adecuada y ajustada al objetivo que se busca.

No hay que olvidar, que el principal legado de los Juegos será el resultado de este diálogo entre la cultura local y la audiencia mundial, porque, finalmente, la memoria de los Juegos será la memoria de sus símbolos y todo lo que estos encierran.

Aunque la ciudad sede de unos Juegos pueda recibir un número importante de visitantes, la principal complejidad organizativa no se deriva del aluvión de turistas, sino, precisamente, de la presencia de periodistas.

Las Olimpiadas de Barcelona del año 1992 representaron la mayor concentración de medios de comunicación de la historia: 11.000 profesionales (4.400 de la  prensa escrita, 6.600 de los medios audiovisuales), frente a los 1.442 periodistas que cubrieron los Juegos de Roma en 1960.

Con todos los argumentos expuestos, se puede entender la extraordinaria importancia de la comunicación en el éxito de unos Juegos Olímpicos. Un trabajo que se tiene que iniciar desde el mismo momento en que una ciudad decide postularse como sede de unos Juegos, que se debe intensificar una vez que es elegida y, más aún, en el curso de las dos semanas en que se celebran las competiciones. Sin embargo, un Plan de Comunicación de unos Juegos Olímpicos –como en otros tantos casos- quedaría incompleto y podría perder buena parte de su eficacia, si no considera una estrategia para el llamado “día después”.

Unas Olimpiadas suponen una oportunidad excepcional para fortalecer la imagen de una ciudad, región y/o país, pero esa oportunidad ha de gestionarse de una forma adecuada e inteligente, desde la perspectiva de la comunicación, para que pueda ser aprovechada de forma óptima, especialmente una vez que se terminen los fuegos artificiales y se apague la antorcha.

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