La entrevista del actor estadounidense Sean Penn al narcotraficante mexicano El Chapo en Rollling Stone vuelve a poner sobre el tapete importantes consideraciones éticas, legales y morales y deontológicas sobre el ejercicio del periodismo.
Sobre el actor de Mystic River han caído un chaparrón de críticas: se reprocha que haya entrevistado a un asesino, al responsable de la muerte de cientos de personas, un golpe de efecto que en nada ayuda a esclarecer lo que no se supiera previamente sobre el jefe del cártel de Sinaloa y sí a servir de altavoz del narcotráfico. Se califica la entrevista como un insulto a la memoria de las decenas de periodistas mexicanos asesinados por el narcotráfico por tratar de ejercer libremente su oficio.
Los apologetas de Penn aluden a la envidia profesional y recuerdan las entrevistas realizadas a Bin Laden o a Edward Snowden, el ex espía que desveló en 2013 infinidad de documentos de la agencia de inteligencia norteamericana NSA. Y es cierto que muchos periodistas, confrontados a la oportunidad de realizar una entrevista a uno de los criminales más perseguidos del mundo, no habrían dudado ni un instante en aceptar la oferta.
Sin embargo, donde realmente patina la “exclusiva” del oscarizado actor pero periodista aficionado es en el abandono de lo que debe ser un puntal clave del ejercicio periodístico: el control del ejercicio informativo y su sustitución por una retahíla de preguntas superficiales, la ausencia de cualquier tipo de cuestionamiento del personaje y la conformación de un retrato que conducen inevitablemente a la banalización del mal.
Así, las frases que resuenan en la mente del lector al final de la entrevista son las de que “yo defiendo a mí mismo” o “no es verdad que ande buscando problemas”, un reguero de justificaciones que hacen de un verdugo sanguinario una víctima, convirtiendo a un criminal como El Chapo en un bandido romántico.
Por Adolfo Lázaro, consultor sénior de Estudio de Comunicación España.
@alazaro_m
